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martes, 13 de junio de 2017

El asesinato del presunto padre de Alfonso XII no formaba parte de los planes revolucionarios



A mediados de junio de 1866 los planes revolucionarios con el objetivo de derrocar a Isabel II ya estaban en marcha y se tenía previsto iniciar una sublevación militar en el cuartel de San Gil de Madrid, actualmente Plaza España, a unos cinco minutos del Palacio Real donde Isabel II estaba ya al tanto de lo que se estaba fraguando. El gobierno, liderado entonces por el general O’Donnell, sabía lo que se avecinaba y tomó sus posiciones.

Cuartel de San Gil en Madrid, muy cerca del Palacio Real.

Los sargentos de artillería del cuartel de San Gil deberían sorprender a sus jefes y oficiales desarmándoles y apresándoles. Las voluntades de los sargentos fueron compradas de acuerdo a los planes del general Prim, cuyo brazo ejecutor sería el capitán de artillería Baltasar Hidalgo de Quintana. Una vez logrado esto, los sargentos y soldados sacarían la artillería a la calle para armar a los civiles que se unirían a la lucha por la libertad. El pueblo participaba, y esto no era uno de los tantos pronunciamientos militares de aquel tiempo. Se habían aglutinado fuerzas ideológicas de distinta índole en el objetivo común de derrocar a Isabel II.

El general Prim, director del plan revolucionario del 22 de junio de 1866.

El 14 de junio de 1866, Baltasar Hidalgo de Quintana, tras negarse a un impago adeudado al cuerpo de artillería, solicita la licencia absoluta. En la fecha acordada para la sublevación, 22 de junio, Hidalgo no tenía aún su licencia absoluta y de ahí que los oficiales de artillería nunca perdonaran lo que consideraron una traición, porque atentar contra sus compañeros era faltar a sus compromisos de honor y corporativismo  que legendariamente habían caracterizado al cuerpo de artillería.

No ocurrió nada como se había planeado, porque el asesinato del coronel Puig en su vivienda y al margen de los planes revolucionarios se produjo al menos una hora antes de la hora acordada, a las cinco, con el toque de diana. Aquella conspiración de que fue objeto, sin posibilidad de defenderse y siendo testigos su esposa y dos hijos de trece y diez años, había permitido al gobierno de Isabel II dar al traste con la revolución, que ya sin el factor sorpresa esperado, sino al contrario, sorprendidos por este brutal asesinato, sumió al cuartel en un escenario de sangre y horror donde fueron víctimas mortales no solo otros oficiales, sino muchos soldados que murieron solo por obedecer órdenes. Se vieron atrapados en la ratonera en que se convirtió el cuartel de San Gil, sabiendo que si sobrevivían serían fusilados.

Recreación de lo ocurrido en el cuarto de banderas del cuartel de San Gil,
 donde se quiso hacer creer fue muerto el coronel Puig.

La familia del coronel Puig no pudo decir la realidad de lo que habían vivido. La reina Isabel II se entrevistó personalmente con ellos ofreciéndoles concesiones extraordinarias y pidiendo la garantía de silencio sobre cómo había ocurrido este asesinato, que se divulgaría al público como una acción de guerra heroica del coronel Puig intentando contener la sublevación, cuando lo único que pudo llegar a hacer es abrir la puerta de su vivienda confiado en sus subordinados, algunos de los cuales tenían mucho que agradecerle.

Lucha a muerte de los revolucionarios atrapados en el cuartel debido a la alteración inicial del plan.

La historia se contaría como convenía a Isabel II. Quedaría en silencio todo lo que podría hacerse público y la perjudicara en relación a Federico Puig y el pasado tenebroso que ligó a la familia de este con el padre de la reina, Fernando VII. Quienes conspiraron contra Federico Puig Romero contaban de antemano con la protección de la reina Isabel II a los que participaron en esta terrible matanza. Los revolucionarios inocentes que buscaban libertad y luchaban abanderados por el general Prim, que no llegó a aparecer aquel día, desconocían este plan paralelo. El resultado: oleadas de fusilamientos en los días sucesivos. El plan había fracasado, el gobierno lo había controlado, pero aquella jornada sangrienta pesaría a la dinastía Borbón mucho más de lo que imaginaba.

Fusilamientos masivos por el gobierno de Isabel II.