Cuando me enteré en mi primera visita al archivo militar de que la madre de mi tatarabuelo Federico Puig Romero había sido azafata de la reina Isabel de Braganza imaginaba que tendría un linaje elevado como lo exigían tales cargos de servidumbre real. A la vuelta del segundo viaje a Segovia tres meses después descubrí que las cosas no eran como parecían. En los expedientes matrimoniales de las hermanas de Federico Puig Romero hallé, entre otros documentos, las partidas de bautismo de ambas. No me encajaba el dato del bautismo de Gertrudis Puig Romero (hermana de Federico y a su vez de Isabel II), en que a su madre se la cita como azafata de la reina tres meses antes de que Isabel de Braganza fuera reina. Era lo que se dice una azafata de reina sin reina.
Consciente de que el origen de Gertrudis Romero era bastante alejado de la nobleza, según consta en su informe de limpieza de sangre, y dado lo que le costó a Vicente Puig sacar adelante este matrimonio buscando subterfugios legales y probablemente a costa de distanciarse de sus padres, suponía, por eliminación, que Vicente Puig debió de morir en algo importante y de ahí el nombramiento de su viuda. Se imponía otra visita a la biblioteca militar para profundizar en el año 1815, y di con el episodio nacional de Benito Pérez Galdós titulado Memorias de un cortesano de 1815. Encontré algunos detalles familiares, como el ingreso de un muchacho en la academia por ser su madre dama de la reina. Me recordó a mi tatarabuelo, cuando pedía dispensa de los papeles de nobleza de su madre, azafata de la reina.
En este episodio Pérez Galdós inserta un nuevo personaje que parece nacido de la vieja picaresca española: Juan Bragas o Don Juan de Pipaón. Al comienzo se presenta el mismo protagonista: empiezo a narrar la serie de trabajos, servicios, proezas y afanes, mediante los cuales pasé en poco tiempo, desde el más oscuro antro de las regias covachuelas, a calentar un sillón en el Real Consejo y Cámara de Castilla. Qué actividad catapultó a Juan Bragas, o Pipaón, queda claro cuando explica sus jornadas de entrenamiento en la falsificación: (...)cuántas cuchufletas y bufonadas entretuvieron las nocturnas horas en que a solas nos dedicábamos a inventar cartas, a remedar tipos de letra, a confeccionar programas y comunicaciones en cifra(...) Al advenimiento de El Deseado, Pipaón explica la redada contra los mamones, o mejor decir, quienes ilusamente pretendían que el rey jurara la constitución. Era el inicio del despotismo y el terror. Y en esta etapa en que Pipaón hace su agosto como esbirro del rey, cuenta lo arduo de sus trabajos apresando a todo aquel que defendiera la libertad: A medida que iban cayendo los llevábamos a la cárcel de la Corona y al cuartel de Guardias de Corps o San Martín, donde quedaban encerrados. No se les dejó papel que no se guardase para dar luz sobre los procesos que se les iban a formar, porque habría sido en verdad lastimoso que las execrables picardías de tanto malsín no tuviesen comprobación cumplida en los autos, para que a nadie quedase duda de sus maldades. Pues digo... si no se hubiera tenido mucho cuidado de cogerles los papeles, la justicia habría tenido que romperse los cascos para inventarlos después, lo cual es tarea larga y que da mucha fatiga y quita mucho tiempo a los señores de la comisión de Estado. Cuando se quería formar una causa, daba igual que existieran pruebas o no, salvo por la incomodidad de tener que inventarlas. El sector principal objeto de persecución eran los liberales, gaceteros, discursistas, preopinantes, soberanistas, republicanos, volterianos, masones... Es decir, cualquiera que se opusiera al absolutismo.
Pipaón revela sus secretos profesionales en las estrategias a seguir: era preciso ir repartiendo dinero por los barrios bajos y convocar a determinados individuos(...); ir de taberna en taberna y de garito en garito, contratando gente; avistarse con el tío Mano de Mortero, con Majoma y otros próceres del Rastro, para encomendarles delicadas comisiones(...); avisar a los padres franciscanos y agustinos que estaban ocultos para que saliesen a arengar la muchedumbre; hacer correr noticias falsas de conspiraciones fraguadas por los revolucionarios(...) Cuenta Pipaón el triste papel de los ministros, impedidos para gobernar pues todo lo disponía a su gusto el equipo asesor del rey, una panda de arribistas de dudosa calaña: Paquito Córdova, duque de Alagón, Chamorro y Ugarte.
Eran estos individuos quienes regían los destinos de España, colocando gente a su gusto en los altos cargos de estado, buscando para ello primero la forma de desterrar a los que dejarían libre la vacante deseada. ¿Y cómo veían Pipaón y sus secuaces la figura del militar de entonces? Eran aquellos que por un sueldo mezquino peleaban y morían por la patria. Militar era el personaje que describo, y bien lo probaba su noble pecho lleno de cuanto Dios crió en materia de cruces, cintas y galones... Y no se hable de improvisaciones y ascensos de golpe y porrazo; que hasta los nueve años no tuvo mi niño su real despacho merced a los méritos contraídos por su madre como dama de honor(...) Cuando leía esto aún no había descubierto el expediente de azafata de la reina que de Gertrudis Romero se conserva en el archivo del Palacio Real. En la parte final de su solicitud de este cargo, firmada por ella el 15 de marzo de 1816 dice así:
A.V.M. rendidamente suplica que penetrado de la crítica situación en que se halla por el embarazo y siete hijos que la rodean, se digne honrarla colocándola entre las de su servidumbre, bien de Señora de honor, Azafata o lo que V.M. tenga a bien; porque de este modo pudiendo atender a la manutención y educación de sus hijos, sean los cuatro varones fieles imitadores de su padre, y la exponente acreditar con su celo sacrifica con gusto lo mejor de su vida en servicio de V.M.
Entonces ella se hallaba embarazada de unos seis meses, y con el real despacho de su difunto marido, Vicente Puig, desde 5 de enero de 1816. Cuando leía esta obra de Pérez Galdós que tan acertadamente recrea los comienzos del reinado de Fernando VII y concretamente el año 1815 que titula el episodio nacional, sabía que Vicente Puig había fallecido entre 24 de octubre de 1815 y 5 de enero de 1816. Por esta época se crea el ministerio de seguridad pública. Quien dirigía este ministerio era Pedro Agustín Echavarri, que se encargaba de encarcelar a todo aquel contrario al régimen, es decir, todo aquel que se expresara libremente o fuera blanco de las intrigas de la cuadrilla real. Cualquiera en potencia era un revolucionario.
Este contexto coincide con las versiones de historiadores como Lafuente, que resume esta época de terror y absolutismo tanto para los contrarios al monarca como para sus aliados.
Me iba haciendo una idea del entorno en que halló la muerte Vicente Puig, y más que eso, la muerte de su memoria, puesto que se borró todo rastro de su vida, de su trayectoria. Todos sus méritos y luchas por restituir la corona a Fernando VII le fueron pagadas con su muerte anticipada y silenciosa que no le permitió saberse cornudo por el rey que había dejado embarazada a su prematuramente viuda Gertrudis. La investigación me llevaría a mucho más, cuando descubriría que Gertrudis se había visto obligada a dar hijos a Fernando VII sin intuir que su hijo Federico se vería en idéntica situación con la heredera de Fernando, Isabel II. Generaciones segurían ligadas por pasado secreto que se desvela en mi libro Voces desde el más allá de la historia, novelado en Alfonso XII y la corona maldita.