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miércoles, 3 de junio de 2020

Oficios viles no aptos para la nobleza



Que el trabajo dignifica al hombre parece ser algo que poco o nada tiene que ver con la nobleza española, al menos en siglos pasados, cuando se denominaba oficios viles o mecánicos a todos aquellos que entraban en la categoría de artesanales o manuales. Estos correspondía ejecutarlos a la plebe, que en ningún modo podía mezclarse con la nobleza, dedicada a menesteres tales como el ejercicio de las armas y el mantenimiento del honor, así como a vivir de las rentas feudales. Estaba entonces muy mal visto ganarse la vida trabajando. Los militares, asociados por entonces a la nobleza, eran dentro de esta categoría los que tenían condiciones más duras, e igualmente algunos sectores del clero que se ocupaban en trabajos sin fines productivos, guiados por su ascetismo.

En esa línea de que el trabajo era para los nobles algo indigno, vendría bien incluir aquí la nota humorística con el refrán Antes caer bajo que buscar un trabajo, que se aplicaba el marqués de la Cañahueca, personaje de mi novela Manual del buen truhán (la tilde es adrede), y no iba descaminado en que esto lo dijera alguien con título nobiliario, aunque solo se tratara de su nombre de guerra. Dejando las bromas aparte, en la documentación que he ido recopilando a lo largo de mis investigaciones, he hallado numerosas pruebas que van en la línea de considerar de gran dignidad y nobleza no dar golpe, y de mucha vileza los trabajos que requieren esfuerzo.

Informe de limpieza de sangre de Gertrudis Romero en 1802.

La primera pista la hallé en el informe de limpieza de sangre de mi antepasada Gertrudis Romero en los trámites iniciados en 1802, cuando solicita licencia para casarse con ella Vicente Puig, militar perteneciente a los Reales Ejércitos. Por aquel entonces, para que un oficial pudiera acceder a los beneficios del Montepío Militar y optar a pensión su viuda y huérfanos en caso de fallecimiento, se exigía que las contrayentes pertenecieran a la nobleza o fueran hijas de militares. Si no era este el caso, se requería un exhaustivo informe de limpieza de sangre que debía solicitar el padre de la novia, y en el que debía acreditarse que tanto los padres, como varias generaciones más de sus antepasados, ejercían oficios que no eran viles, y que además ‹‹eran reputados cristianos viejos, limpios de toda mala raza, como son judíos, moros o recién convertidos a nuestra santa fe católica››.
  
Del informe de limpieza de sangre de Gertrudis Romero.
                                                
Inicia los trámites en Salamanca Benito Piñeyro Romero, suprimiéndose más adelante a Gertrudis el primer apellido paterno, quizá para intentar desligarla de posibles cuestionamientos acerca de la naturaleza mecánica del oficio de su padre, algo que se discute en el expediente, después de haber superado los requisitos de limpieza de sangre en sus antepasados. Se plantea la duda de que el oficio de Sacristán Mayor de don Benito se tiene en Salamaca por mecánico. En su empeño por lograr la ansiada licencia, alega Vicente que ‹‹ese obstáculo se desvanece por la Real orden de 18 de marzo de 1783, por la que no tan solo declara S.M. por honestos y honrados los oficios de curtidor, herrero, sastre, zapatero, carpintero y otros, sino que tampoco han de perjudicar para el goce y prerrogativas de la Hidalguía a los que la tuviesen, aunque los ejercieses por sus mismas personas…››.

Carlos III.

Tal real orden cambiando la rancia legislación fue emitida por Carlos III, quién sabe si inspirado en las tendencias viles que manifestaban sus reales vástagos Carlos y Antonio Pascual. El primero de ellos reinaría en 1788  como Carlos IV hasta ser destronado en 1808 por su infausto heredero Fernando. Tanto Carlos IV como su hermano el infante Antonio Pascual eran muy dados a las manualidades. Se dice que Carlos IV era un excelente relojero, y su hermano Antonio Pascual se entretenía en realizar  bordados y tapices, amén de trabajos de carpintería y cerrajería. Derogada la vileza de estas actividades por su resignado padre, dejaron de ser mal vistos estos oficios desempeñados con esmero por los integrantes de la familia real que ocupaban sus abundantes horas muertas en estas ocupaciones.

Carlos IV.


Con todo ello, tres años después de esta real orden, todavía quedan reminiscencias en los documentos que he estudiado de los hermanos Guillelmi Andrada y Vandervilde (Jorge Juan, Juan y Antonio), solicitando su ingreso en la Orden de Caballeros de Santiago. Superar esta prueba requería acreditar nobleza desde al menos 1507. En el interminable expediente, con árboles genealógicos completos y elaborados testimonios, recojo uno de ellos, acreditando el merecimiento y categoría de alta nobleza, cuando asegura que ‹‹son cristianos viejos y que nadie se ha dedicado a mercader, cambiador ni oficio mecánico, y se han mantenido por el contrario con el esplendor correspondiente a sus rentas y sueldos››. A esta fehaciente prueba de nobleza añade, para incidir más en la categoría del pretendiente, que ‹‹este acostumbra mantener y andar a caballo››, lo cual nos da idea del status que esto confería entonces. Dice además que  ‹‹ni él ni su familia han sido castigados por el tribunal de la inquisición pública ni secretamente››.





Retrato de Jorge Juan Guillelmi, debajo del del conde de Gazola, en el Museo del Colegio de Artillería de Segovia.


Pruebas para los aspirantes a ingresar a la orden de Caballeros de Santiago, solicitadas en 1786 por los tres hermanos Guillelmi Andrada Vandervilde Jorge Juan, Juan y Antonio.

Cambiando el caballo por un modelo de automóvil de alto standing, quizá adquirirían por derecho propio el título de Caballeros de Santiago bastantes integrantes de nuestra esfera política, al menos en lo tocante a no ejercer ningún trabajo de esfuerzo y tener derecho a dignidades y plebendas impensables para el pueblo llano entregado a su vil mano de obra…

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